Las
damas del pulque y su poder en el siglo
XIX
Por
Aurea Toxqui. Alcohol en Latinoamérica: una historia
social y cultural
Traducción:
Rodrigo García
Poco
después de la aparición de las pulquerías, españoles y mestizos notaron la
rentabilidad del comercio de pulque y comenzaron a participar en él. Para la segunda
mitad del siglo dieciocho, muchos miembros de la nobleza se involucraron
también. Entre ellos estaba la marquesa de la Selva Nevada Antonia Gómez de
Bárcena, quien tenía tres haciendas en gran parte productoras de pulque, y
cuatro pulquerías. Las familias nobles tenían ventaja sobre las poblaciones
nativas y los pequeños productores por poseer haciendas asignadas principalmente
a la plantación de maguey y la producción de pulque. Ellos ayudaron a la
comercialización de la bebida mediante el arrendamiento de pulquerías y
obligando a los inquilinos a comprar su producto.
La
nobleza de descendencia europea
controlaba el comercio de la Ciudad de México, y casi ningún pequeño
productor podía abrir una casilla en la ciudad. En cambio, por su aportación o
servicios a la monarquía, la Corona otorgaba a estos aristócratas permiso para
abrir nuevas pulquerías. El hecho de que el sistema jurídico español otorgaba derechos
similares en la propiedad y sucesión para los hombres y las mujeres, permitió a
las féminas de la élite colonial de la Nueva España lograr la independencia financiera y social.
Una de ellas fue María Micaela Romero de Terreros, hija mayor del conde de
Regla. A su muerte, ella le sucedió en el negocio de pulque, a pesar de estar
soltera y tener menos de 25 años para ser considerada mayor edad.
Las
familias nobles se casaban entre ellas con el fin de consolidar su poder, y la
nobleza del pulque no fue una excepción. La hija del segundo conde de Xala,
María Josefa Rodríguez de Pedroso, se casó con el hijo de la condesa de Regla,
Pedro Ramón Romero de Terreros. Entre los dos, poseían trece pulquerías y
veintiún haciendas pulqueras. La nieta del conde de Xala se casó con el conde
de Tepa, y en 1800 poseían cinco casillas y seis ranchos pulqueros. Esta
costumbre de casarse entre los empresarios del pulque persistió hasta finales
del siglo XIX. En 1879, el dueño de la hacienda de San Antonio Ometusco, José
Torres Adalid, se casó con Pilar Sagaseta, cuyo padre poseía la hacienda de San
Antonio Xala.
Después
de que México obtuvo su independencia en 1821, el comercio continuó en manos
del oligopolio aristócrata, y algunos de sus miembros femeninos participaron
activamente en la administración de sus
negocios. Estas damas eran bien conocidas por su determinación, carácter fuerte
y habilidades emprendedoras. Sin embargo, como muchas otras mujeres de la
élite, a pesar de participar en las
actividades financieras de acuerdo con los registros notariales, no se
identificaron a sí mismas en los censos teniendo una ocupación.
La
bisnieta del conde de Xala encarna quizás una de los casos más interesantes de
las mujeres aristócratas que participaron en el comercio del pulque. Josefa
Adalid y Gómez de Pedroso era una joven viuda y madre de tres hijos. Además de
criar a sus hijos, Josefa manejó cuatro haciendas y varias pulquerías que había
heredado de su padre. Ella también vendió pulque a otros propietarios de
pulquerías; entre los que estaba Sofía Guadalupe Sánchez, que recibía cuarenta
y cinco cargas (2439 galones) por semana de las fincas de doña Josefa. La sección
sobre los minoristas pulqueros en la guía del viajero de 1852 enumeran sólo su
negocio y señala que pulque embotellado de alta calidad se podía comprar en su
casa en la calle Espíritu Santo #2 (hoy Museo del Estanquillo), una de las
calles más elegantes de la Ciudad de México. Señalando la calidad y embalaje de
la bebida, el editor la separaba de cualquier connotación negativa que el pulque
y pulquerías habían adquirido, tales como inmundo y maloliente, sugiriendo en
su lugar la higiene y la modernidad. El hecho de que la bebida podía ser
comprada en su casa, a entender que ella era ama de casa, cuyas actividades
empresariales no comprometieron sus papeles de honor o de género.
Aunque
hay evidencia de que ella poseía varias casillas, no hay registros en el
archivo municipal bajo el nombre de Josefa solicitando una licencia para ellas.
Como muchos otros miembros de la aristocracia, necesitaba tener cuidado con las
preguntas sobre el decoro y la feminidad; por lo tanto, contrató a un gerente
para administrar sus pulquerías.
Era
una práctica común entre las mujeres de élite confiar en los representantes cuando
se trataba de impuestos o la administración municipal. Los hombres en calidad
de sus representantes legales o administradores tramitaban las licencias para
pulquerías en su nombre. Ese fue el caso de las nietas de Josefa Adalid, Concepción
Torres y Luz Sagaseta, que por 1901 eran menores de edad y habían heredado los negocios
-quince casillas y algunas haciendas pulqueras-
de sus padres. Su tío Ignacio Torres Adalid actuó como su representante legal, en
la presentación de las solicitudes de certificados de pulquerías y otras
transacciones en su nombre. La práctica de tener representantes masculinos se
convirtió en algo más común durante la
segunda mitad del siglo XIX, cuando la sociedad burguesa adoptó códigos de género
aún más rígidos con el fin de separarse de las clases más bajas y justificar la
exclusión política de estos últimos. En algunos casos, los nombres femeninos no
aparecen en los registros municipales, pero su asociación o participación de un
parentesco familiar se registran en los términos de testamentaría, negociación,
compañía o Sociedad Concepción y Luz
Torres Sagaseta. Este procedimiento ayudó a estas mujeres a mantener su honor. Concepción
después se convirtió en monja, y lo más probable fue que renunció a su parte
del negocio cuando tomó el velo. En 1909 su nombre ya no apareció entre los
dueños de pulquerías, únicamente el de su hermana Luz, que entonces tenía 14
casillas, una hacienda y tres ranchos.
En
el clan Adalid, Josefa no fue la única mujer con habilidades empresariales; su
nuera, Leonor Rivas de Rivas, siguió sus pasos. Nacida como Leonor Rivas
Mercado, se casó con Javier Torres Adalid, quien, como hijo de Josefa, había
heredado la hacienda de San Miguel Ometusco. Cuando Javier murió en 1893,
Leonor heredó el negocio del pulque. Para 1901 ella se había casado con su
primo Carlos Rivas Gómez, y un año después compraron la hacienda Bocanegra. En
1905 Leonor tenía 35 pulquerías en la ciudad de México, además de haciendas
pulqueras y algunas otras propiedades más. Para 1910, Carlos había muerto, y
Leonor se unió a la recién formada compañía Expendedora de Pulques. Esta fue
una empresa mayorista creada por los poderosos productores de pulque o
minoristas con la intención de controlar el comercio del pulque en la ciudad de
México y otras ciudades. Ella
se unió al grupo con 930 acciones. Sus hermanos Luis y Juan Rivas Mercado
poseían 1,785 y 1,140, respectivamente; su sobrina Luz Torres era dueña de 720. El manejo activo de su negocio por parte de
Leonor en sus últimos años demostró cómo las mujeres casadas mayores o las
viudas disfrutaban de más libertades que las mujeres jóvenes casadas o
solteras. Mientras Leonor era viuda por primera vez, su hermano Luis presentó
solicitudes de licencia a su nombre. Sus hijos crecieron cuando ella se volvió
a casar; luego comenzó a presentar peticiones y firmar instrumentos bajo su
nombre de casada. Después de que Carlos murió, ella firmó como viuda. Otro
ejemplo fue Gerarda Pardo, quien también firmó documentos en su propio nombre. En
el momento de su muerte, en 1902, ella poseía veinticuatro casillas bajo el
nombre mercantil de Negociación Mazapan.
En 1909, cuando se creó la Compañia Expendedora
de Pulques, varias mujeres de élite participaron como accionistas porque eran
propietarias de otras pulquerías o haciendas. En comparación con los hombres,
las mujeres tenían menos acciones; aún así, algunas de ellas poseían miles de
acciones. Entre ellas estaba la viuda Dolores Sanz, que heredó treinta y nueve
pulquerías, una hectárea y ranchos adyacentes, y 3270 bonos de su esposo, Luis
C. Lavic; y Trinidad Scholtz de Iturbe, propietaria de doce casillas, una hacienda
y ranchos adyacentes, y 4500 bonos.
Además
de controlar el comercio de pulque, este grupo tenía la intención de crear un
frente unificado contra la compañía ferroviaria a cargo del envío de la bebida
a la Ciudad de México y los impuestos y regulaciones del gobierno, que ellos
veían excesivos. Los productores constantemente se quejaban de la falta de
apoyo del gobierno federal o local para su industria, que manifestaron sus
políticas hacia el pulque. Según ellos, esto afectó el comercio y dio una mayor
ventaja a las bebidas importadas, perjudicando a la industria nacional. Desde
la década de 1850, el gobierno de la Ciudad de México había emitido varias
regulaciones de pulquería, con la intención de mejorar la higiene y el
comportamiento de los clientes. En 1903, las modificaciones requirieron la
instalación de fregaderos y urinarios con agua corriente, pisos, contraventanas
y paredes enlucidas, entre otras mejoras. Algunos propietarios de pulquerías se
unieron y se quejaron sobre los costos de estas mejoras, argumentando que el
precio del pulque era muy bajo y sus clientes eran miembros de las clases más
bajas que no sabrían cómo encargarse de las nuevas mejoras. Entre los
signatarios había mujeres empresarias o sus representantes. El poder de
cabildeo de estas personas se hizo evidente cuando el gobierno redujo los
requisitos y otorgó extensiones para cumplirlos.
La
rentabilidad del pulque lo convirtió en un objetivo de los impuestos que
comenzó en el período colonial. La falta de recursos debido a las guerras
civiles, las invasiones extranjeras y la constante agitación política que
experimentó México desde 1810 animaron al gobierno a mantener estas políticas,
especialmente en la segunda mitad del siglo XIX. En 1857, el presidente liberal
Ignacio Comonfort creó un impuesto del 3 por ciento sobre la producción de
pulque que se agregó a su derecho de alcabala (aduana) del 26.66 por ciento. El
mismo año, anunció un nuevo impuesto para pulquerías en la Ciudad de México con
el fin de proporcionar fondos al municipio. Un grupo de productores de pulque,
entre ellos Josefa Adalid, se quejó de que el aguardiente tenía una alcabala
del 14 por ciento y que otros productos nacionales pagaban solo del 8 al 10 por
ciento. Según estos productores, sus propiedades pulqueras tenían un valor
total de 2.7 millones de pesos, y la alcabala anual llegó a 178,000 pesos, el
6.5 por ciento del valor de sus propiedades. Argumentaron que la nueva tarifa
de casillas en la Ciudad de México, que oscilaba entre cinco y veinte pesos por negocio, que se pagaría cada tres
meses con anticipación, dañaría su industria. Estos cargos fueron separados de
los impuestos pagados por licencias comerciales y renovaciones. La caída de
Comonfort y el comienzo de otra guerra civil, más que el poder de cabildeo de
los productores de pulque, llevaron a la derogación de este nuevo impuesto.
Muy
a menudo los gobernadores y alcaldes del estado en el centro de México
aplicaban políticas similares y los productores de pulque cabildeaban contra
ellos. Bajo la excusa de que había muchos bandidos en las carreteras y que los
envíos de pulque requerían protección, Agapito de la Barrera, jefe político de
Otumba, impuso un impuesto a los arrieros y los envíos. Los productores
presionaron al Ministerio del Interior y obtuvo una revocación en la medida. En
enero de 1873, Rafael Madrid, alcalde de Apan -un importante municipio de
pulque en el estado de Hidalgo- estableció un impuesto a la extracción de
aguamiel. Pronto, el gobernador Tagle, que estaba relacionado con algunos
productores revocó el impuesto. El periódico liberal Monitor Republicano
publicó constantemente cartas de productores y editoriales de pulque que
criticaban el aumento o la creación de nuevos impuestos, así como los altos
precios y el deficiente servicio que ofrecían las compañías ferroviarias. Los
productores justificaron sus afirmaciones con el hecho de que la promoción de
las industrias nacionales mantendría la buena reputación crediticia que México
deseaba alcanzar. Su comercio también representaría mayores ingresos para la
tesorería si tuviera menos restricciones.
A
pesar del bajo costo del pulque, representaba importantes contribuciones a la
economía nacional. En 1896, alrededor de 128,000 personas participaban en la
industria del pulque a lo largo de sus diferentes etapas de producción, distribución
y comercialización. Comparado con productos de exportación como minerales o
textiles, el pulque no representaba un alto porcentaje de la recaudación
nacional de impuestos, pero dentro de los sectores domésticos de la producción
de alimentos y bebidas lo hizo. En 1900, la producción de pulque representaba
el 2.38 por ciento del valor total de la producción agrícola para el consumo
doméstico, y el 3.35 por ciento de la producción de alimentos y bebidas. En
comparación, el maíz, la cosecha más grande producida para el consumo interno,
constituía el 40.11 por ciento del valor total de la producción agrícola, pero
solo el 5.64 por ciento de los alimentos y las bebidas. Tequila y mezcal juntos representaban 3.27 por ciento de los
alimentos y bebidas, pero eran mucho más caros que el pulque. Estas cifras no
incluyen las cantidades de bebidas producidas clandestinamente.
La
Ciudad de México y los municipios circundantes juntos abarcaban el Distrito
Federal, y los impuestos recaudados allí contribuían directamente al tesoro
federal. Se reconoció públicamente que entre todas las alcabalas recolectadas
en la ciudad, el pulque y el tabaco eran los más importantes. En julio de 1856,
la alcabala del pulque representaba el 6.13 por ciento de todos los impuestos
recaudados en el Distrito Federal, incluyendo aduanas, ventas, propiedades y
otros lugares. Durante el Porfiriato, el régimen oligárquico de Porfirio Díaz
(1876-1911), el sistema de recolección mejoró, y los ingresos del pulque
aumentaron aún más. En 1903, los impuestos sobre la venta de pulque
recolectados en la ciudad representaban el 8.81 por ciento, mientras que los
impuestos sobre pulquerías y otras tabernas constituían otro 1.9 por ciento.
Además
de todos los impuestos sobre ventas y pulquerías, las fincas de pulque también
reportaron importantes ingresos fiscales. Para 1870, las 278 haciendas de
pulque ubicadas en los estados de Hidalgo, México, Puebla y Tlaxcala habían
aumentado su valor en más de diez
millones de pesos. En 1891, llegaron a catorce millones de pesos, y su valor se
duplicó en 1896. En el año fiscal 1896-1897, los impuestos a la propiedad
excluyendo minas representaron el 2.19 por ciento de todos los ingresos
recaudados en toda la nación. En 1901, con la introducción del ferrocarril en
toda la región del pulque, las fincas alcanzaron un valor de casi cien millones
de pesos. Con la creación de la Compañía Expendedora de Pulques y la
consolidación del monopolio de la bebida, el valor de las haciendas pulqueras
alcanzó los doscientos millones de pesos en 1909.
Los
diferentes ingresos generados por el comercio de pulque, los impuestos sobre
las fincas, las ventas y sus dispensarios, y su importante contribución a las
arcas y la economía nacional, demuestran por qué las productoras, en conjunción
con sus pares masculinos, pudieron ejercer presión y negociar con el gobierno.
Por el contrario, los impuestos recaudados de fondas y figones eran
insignificantes. Sus propietarios pagaron menos del 1 por ciento de la
recaudación anual en la rama del comercio nacional en 1903. Las enchiladeras,
al igual que muchos otros vendedores ambulantes, evitaron pagar impuestos, pero
sí tuvieron que pagar una pequeña tarifa mensual por una licencia de venta. Si
bien los impuestos a los alimentos no podían competir con los impuestos al
pulque, la venta de alimentos en general contribuyó a la economía de la ciudad.
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