miércoles, 28 de febrero de 2018



Las damas del pulque y su poder en el siglo

XIX

Por Aurea Toxqui. Alcohol en Latinoamérica: una historia

social y cultural

Traducción: Rodrigo García


Poco después de la aparición de las pulquerías, españoles y mestizos notaron la rentabilidad del comercio de pulque y comenzaron a participar en él. Para la segunda mitad del siglo dieciocho, muchos miembros de la nobleza se involucraron también. Entre ellos estaba la marquesa de la Selva Nevada Antonia Gómez de Bárcena, quien tenía tres haciendas en gran parte productoras de pulque, y cuatro pulquerías. Las familias nobles tenían ventaja sobre las poblaciones nativas y los pequeños productores por poseer haciendas asignadas principalmente a la plantación de maguey y la producción de pulque. Ellos ayudaron a la comercialización de la bebida mediante el arrendamiento de pulquerías y obligando a los inquilinos a comprar su producto.
La nobleza de descendencia europea  controlaba el comercio de la Ciudad de México, y casi ningún pequeño productor podía abrir una casilla en la ciudad. En cambio, por su aportación o servicios a la monarquía, la Corona otorgaba a estos aristócratas permiso para abrir nuevas pulquerías. El hecho de que el sistema jurídico español otorgaba derechos similares en la propiedad y sucesión para los hombres y las mujeres, permitió a las féminas de la élite colonial de la Nueva España  lograr la independencia financiera y social. Una de ellas fue María Micaela Romero de Terreros, hija mayor del conde de Regla. A su muerte, ella le sucedió en el negocio de pulque, a pesar de estar soltera y tener menos de 25 años para ser considerada mayor edad.
Las familias nobles se casaban entre ellas con el fin de consolidar su poder, y la nobleza del pulque no fue una excepción. La hija del segundo conde de Xala, María Josefa Rodríguez de Pedroso, se casó con el hijo de la condesa de Regla, Pedro Ramón Romero de Terreros. Entre los dos, poseían trece pulquerías y veintiún haciendas pulqueras. La nieta del conde de Xala se casó con el conde de Tepa, y en 1800 poseían cinco casillas y seis ranchos pulqueros. Esta costumbre de casarse entre los empresarios del pulque persistió hasta finales del siglo XIX. En 1879, el dueño de la hacienda de San Antonio Ometusco, José Torres Adalid, se casó con Pilar Sagaseta, cuyo padre poseía la hacienda de San Antonio Xala.
Después de que México obtuvo su independencia en 1821, el comercio continuó en manos del oligopolio aristócrata, y algunos de sus miembros femeninos participaron activamente en la administración de sus negocios. Estas damas eran bien conocidas por su determinación, carácter fuerte y habilidades emprendedoras. Sin embargo, como muchas otras mujeres de la élite, a pesar  de participar en las actividades financieras de acuerdo con los registros notariales, no se identificaron a sí mismas en los censos teniendo una ocupación.
La bisnieta del conde de Xala encarna quizás una de los casos más interesantes de las mujeres aristócratas que participaron en el comercio del pulque. Josefa Adalid y Gómez de Pedroso era una joven viuda y madre de tres hijos. Además de criar a sus hijos, Josefa manejó cuatro haciendas y varias pulquerías que había heredado de su padre. Ella también vendió pulque a otros propietarios de pulquerías; entre los que estaba Sofía Guadalupe Sánchez, que recibía cuarenta y cinco cargas (2439 galones) por semana de las fincas de doña Josefa. La sección sobre los minoristas pulqueros en la guía del viajero de 1852 enumeran sólo su negocio y señala que pulque embotellado de alta calidad se podía comprar en su casa en la calle Espíritu Santo #2 (hoy Museo del Estanquillo), una de las calles más elegantes de la Ciudad de México. Señalando la calidad y embalaje de la bebida, el editor la separaba de cualquier connotación negativa que el pulque y pulquerías habían adquirido, tales como inmundo y maloliente, sugiriendo en su lugar la higiene y la modernidad. El hecho de que la bebida podía ser comprada en su casa, a entender que ella era ama de casa, cuyas actividades empresariales no comprometieron sus papeles de honor o de género.
Aunque hay evidencia de que ella poseía varias casillas, no hay registros en el archivo municipal bajo el nombre de Josefa solicitando una licencia para ellas. Como muchos otros miembros de la aristocracia, necesitaba tener cuidado con las preguntas sobre el decoro y la feminidad; por lo tanto, contrató a un gerente para administrar sus pulquerías.
Era una práctica común entre las mujeres de élite confiar en los representantes cuando se trataba de impuestos o la administración municipal. Los hombres en calidad de sus representantes legales o administradores tramitaban las licencias para pulquerías en su nombre. Ese fue el caso de las nietas de Josefa Adalid, Concepción Torres y Luz Sagaseta, que por 1901 eran menores de edad y habían heredado los negocios -quince casillas  y algunas haciendas pulqueras- de sus padres. Su tío Ignacio Torres Adalid actuó como su representante legal, en la presentación de las solicitudes de certificados de pulquerías y otras transacciones en su nombre. La práctica de tener representantes masculinos se convirtió en  algo más común durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando la sociedad burguesa adoptó códigos de género aún más rígidos con el fin de separarse de las clases más bajas y justificar la exclusión política de estos últimos. En algunos casos, los nombres femeninos no aparecen en los registros municipales, pero su asociación o participación de un parentesco familiar se registran en los términos de testamentaría, negociación, compañía o Sociedad Concepción y Luz Torres Sagaseta. Este procedimiento ayudó a estas mujeres a mantener su honor. Concepción después se convirtió en monja, y lo más probable fue que renunció a su parte del negocio cuando tomó el velo. En 1909 su nombre ya no apareció entre los dueños de pulquerías, únicamente el de su hermana Luz, que entonces tenía 14 casillas, una hacienda y tres ranchos.
En el clan Adalid, Josefa no fue la única mujer con habilidades empresariales; su nuera, Leonor Rivas de Rivas, siguió sus pasos. Nacida como Leonor Rivas Mercado, se casó con Javier Torres Adalid, quien, como hijo de Josefa, había heredado la hacienda de San Miguel Ometusco. Cuando Javier murió en 1893, Leonor heredó el negocio del pulque. Para 1901 ella se había casado con su primo Carlos Rivas Gómez, y un año después compraron la hacienda Bocanegra. En 1905 Leonor tenía 35 pulquerías en la ciudad de México, además de haciendas pulqueras y algunas otras propiedades más. Para 1910, Carlos había muerto, y Leonor se unió a la recién formada compañía Expendedora de Pulques. Esta fue una empresa mayorista creada por los poderosos productores de pulque o minoristas con la intención de controlar el comercio del pulque en la ciudad de México y otras ciudades. Ella se unió al grupo con 930 acciones. Sus hermanos Luis y Juan Rivas Mercado poseían 1,785 y 1,140, respectivamente; su sobrina Luz Torres era dueña de 720. El manejo activo de su negocio por parte de Leonor en sus últimos años demostró cómo las mujeres casadas mayores o las viudas disfrutaban de más libertades que las mujeres jóvenes casadas o solteras. Mientras Leonor era viuda por primera vez, su hermano Luis presentó solicitudes de licencia a su nombre. Sus hijos crecieron cuando ella se volvió a casar; luego comenzó a presentar peticiones y firmar instrumentos bajo su nombre de casada. Después de que Carlos murió, ella firmó como viuda. Otro ejemplo fue Gerarda Pardo, quien también firmó documentos en su propio nombre. En el momento de su muerte, en 1902, ella poseía veinticuatro casillas bajo el nombre mercantil de Negociación Mazapan.
 En 1909, cuando se creó la Compañia Expendedora de Pulques, varias mujeres de élite participaron como accionistas porque eran propietarias de otras pulquerías o haciendas. En comparación con los hombres, las mujeres tenían menos acciones; aún así, algunas de ellas poseían miles de acciones. Entre ellas estaba la viuda Dolores Sanz, que heredó treinta y nueve pulquerías, una hectárea y ranchos adyacentes, y 3270 bonos de su esposo, Luis C. Lavic; y Trinidad Scholtz de Iturbe, propietaria de doce casillas, una hacienda y ranchos adyacentes, y 4500 bonos.
Además de controlar el comercio de pulque, este grupo tenía la intención de crear un frente unificado contra la compañía ferroviaria a cargo del envío de la bebida a la Ciudad de México y los impuestos y regulaciones del gobierno, que ellos veían excesivos. Los productores constantemente se quejaban de la falta de apoyo del gobierno federal o local para su industria, que manifestaron sus políticas hacia el pulque. Según ellos, esto afectó el comercio y dio una mayor ventaja a las bebidas importadas, perjudicando a la industria nacional. Desde la década de 1850, el gobierno de la Ciudad de México había emitido varias regulaciones de pulquería, con la intención de mejorar la higiene y el comportamiento de los clientes. En 1903, las modificaciones requirieron la instalación de fregaderos y urinarios con agua corriente, pisos, contraventanas y paredes enlucidas, entre otras mejoras. Algunos propietarios de pulquerías se unieron y se quejaron sobre los costos de estas mejoras, argumentando que el precio del pulque era muy bajo y sus clientes eran miembros de las clases más bajas que no sabrían cómo encargarse de las nuevas mejoras. Entre los signatarios había mujeres empresarias o sus representantes. El poder de cabildeo de estas personas se hizo evidente cuando el gobierno redujo los requisitos y otorgó extensiones para cumplirlos.
La rentabilidad del pulque lo convirtió en un objetivo de los impuestos que comenzó en el período colonial. La falta de recursos debido a las guerras civiles, las invasiones extranjeras y la constante agitación política que experimentó México desde 1810 animaron al gobierno a mantener estas políticas, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX. En 1857, el presidente liberal Ignacio Comonfort creó un impuesto del 3 por ciento sobre la producción de pulque que se agregó a su derecho de alcabala (aduana) del 26.66 por ciento. El mismo año, anunció un nuevo impuesto para pulquerías en la Ciudad de México con el fin de proporcionar fondos al municipio. Un grupo de productores de pulque, entre ellos Josefa Adalid, se quejó de que el aguardiente tenía una alcabala del 14 por ciento y que otros productos nacionales pagaban solo del 8 al 10 por ciento. Según estos productores, sus propiedades pulqueras tenían un valor total de 2.7 millones de pesos, y la alcabala anual llegó a 178,000 pesos, el 6.5 por ciento del valor de sus propiedades. Argumentaron que la nueva tarifa de casillas en la Ciudad de México, que oscilaba entre cinco y veinte  pesos por negocio, que se pagaría cada tres meses con anticipación, dañaría su industria. Estos cargos fueron separados de los impuestos pagados por licencias comerciales y renovaciones. La caída de Comonfort y el comienzo de otra guerra civil, más que el poder de cabildeo de los productores de pulque, llevaron a la derogación de este nuevo impuesto.
Muy a menudo los gobernadores y alcaldes del estado en el centro de México aplicaban políticas similares y los productores de pulque cabildeaban contra ellos. Bajo la excusa de que había muchos bandidos en las carreteras y que los envíos de pulque requerían protección, Agapito de la Barrera, jefe político de Otumba, impuso un impuesto a los arrieros y los envíos. Los productores presionaron al Ministerio del Interior y obtuvo una revocación en la medida. En enero de 1873, Rafael Madrid, alcalde de Apan -un importante municipio de pulque en el estado de Hidalgo- estableció un impuesto a la extracción de aguamiel. Pronto, el gobernador Tagle, que estaba relacionado con algunos productores revocó el impuesto. El periódico liberal Monitor Republicano publicó constantemente cartas de productores y editoriales de pulque que criticaban el aumento o la creación de nuevos impuestos, así como los altos precios y el deficiente servicio que ofrecían las compañías ferroviarias. Los productores justificaron sus afirmaciones con el hecho de que la promoción de las industrias nacionales mantendría la buena reputación crediticia que México deseaba alcanzar. Su comercio también representaría mayores ingresos para la tesorería si tuviera menos restricciones.
A pesar del bajo costo del pulque, representaba importantes contribuciones a la economía nacional. En 1896, alrededor de 128,000 personas participaban en la industria del pulque a lo largo de sus diferentes etapas de producción, distribución y comercialización. Comparado con productos de exportación como minerales o textiles, el pulque no representaba un alto porcentaje de la recaudación nacional de impuestos, pero dentro de los sectores domésticos de la producción de alimentos y bebidas lo hizo. En 1900, la producción de pulque representaba el 2.38 por ciento del valor total de la producción agrícola para el consumo doméstico, y el 3.35 por ciento de la producción de alimentos y bebidas. En comparación, el maíz, la cosecha más grande producida para el consumo interno, constituía el 40.11 por ciento del valor total de la producción agrícola, pero solo el 5.64 por ciento de los alimentos y las bebidas. Tequila y mezcal juntos representaban 3.27 por ciento de los alimentos y bebidas, pero eran mucho más caros que el pulque. Estas cifras no incluyen las cantidades de bebidas producidas clandestinamente.
La Ciudad de México y los municipios circundantes juntos abarcaban el Distrito Federal, y los impuestos recaudados allí contribuían directamente al tesoro federal. Se reconoció públicamente que entre todas las alcabalas recolectadas en la ciudad, el pulque y el tabaco eran los más importantes. En julio de 1856, la alcabala del pulque representaba el 6.13 por ciento de todos los impuestos recaudados en el Distrito Federal, incluyendo aduanas, ventas, propiedades y otros lugares. Durante el Porfiriato, el régimen oligárquico de Porfirio Díaz (1876-1911), el sistema de recolección mejoró, y los ingresos del pulque aumentaron aún más. En 1903, los impuestos sobre la venta de pulque recolectados en la ciudad representaban el 8.81 por ciento, mientras que los impuestos sobre pulquerías y otras tabernas constituían otro 1.9 por ciento.
Además de todos los impuestos sobre ventas y pulquerías, las fincas de pulque también reportaron importantes ingresos fiscales. Para 1870, las 278 haciendas de pulque ubicadas en los estados de Hidalgo, México, Puebla y Tlaxcala habían aumentado su valor en más de diez millones de pesos. En 1891, llegaron a catorce millones de pesos, y su valor se duplicó en 1896. En el año fiscal 1896-1897, los impuestos a la propiedad excluyendo minas representaron el 2.19 por ciento de todos los ingresos recaudados en toda la nación. En 1901, con la introducción del ferrocarril en toda la región del pulque, las fincas alcanzaron un valor de casi cien millones de pesos. Con la creación de la Compañía Expendedora de Pulques y la consolidación del monopolio de la bebida, el valor de las haciendas pulqueras alcanzó los doscientos millones de pesos en 1909.

Los diferentes ingresos generados por el comercio de pulque, los impuestos sobre las fincas, las ventas y sus dispensarios, y su importante contribución a las arcas y la economía nacional, demuestran por qué las productoras, en conjunción con sus pares masculinos, pudieron ejercer presión y negociar con el gobierno. Por el contrario, los impuestos recaudados de fondas y figones eran insignificantes. Sus propietarios pagaron menos del 1 por ciento de la recaudación anual en la rama del comercio nacional en 1903. Las enchiladeras, al igual que muchos otros vendedores ambulantes, evitaron pagar impuestos, pero sí tuvieron que pagar una pequeña tarifa mensual por una licencia de venta. Si bien los impuestos a los alimentos no podían competir con los impuestos al pulque, la venta de alimentos en general contribuyó a la economía de la ciudad.