Nomás no llores
Autor: Diegotsin
El
que no renuncie a todo, incluso a sí mismo,
no
podrá ser discípulo mío
Lucas
14, 26
“Pues hoy sí me chingo un neuhtli”,
pensó Sebastián Beódez antes de meterse a la pulquería. Y es que a menudo
pasaba por ahí con la intención de echarse unos tragos a la salud de su abuelo
pero por esto o aquello postergaba el momento. Ahora tenía dinero y tiempo
suficientes y sobre todo disposición y ganas de emborracharse en un ambiente
familiar y con una bebida “más naturalita, más mexicana y más del pueblo”,
sonrió.
Los azulejos con pornografía, el aserrín del
suelo, los clásicos macuarros, los típicos tizos, el mesero transexual, nada
había cambiado, “como que en estos lugares no pasan los años”, se dijo a sí
mismo. Pidió una jarra de pulque blanco, “que los curados son pa’ niña y
turista”, y se dispuso a beber no sin un cierto gesto melancólico. El trago
solitario era para Sebastián Beódez siempre un momento de introspección, quizá
por eso lo había aplazado tanto, quizá por eso ahora acudía a él. Los últimos
días habían sido complicados, grises, más por esa depresión y crisis
existencial de pequeño burgués que por alguna razón de peso o una aflicción real.
Pasó
un rato observando a los parroquianos, evitando pensar demasiado en su soledad,
sus frustraciones amorosas, su futuro incierto. De pronto escuchó una voz
aguardentosa y amable que le dijo: “joven, júntese con los lucas, ¿le molesta
si le invito un trago?”; Sebastián Beódez vio al viejo que le hizo la oferta:
su mirada ausente, afligida, las lágrimas contenidas en el rostro, las manos
temblorosas y cansadas, la ropa andrajosa, desaliñado todo él; de inmediato
recordó a su abuelo y aceptó la invitación, “claro que no, a la gorra ni quien
le corra”, “eso es todo, ¡Carlitos, un palo del chingón!”, gritó el viejo con
el júbilo de la embriaguez. Sebastián Beódez se mostró agradecido y se sintió
afortunado, eso de platicar con colegas borrachos siempre le había parecido lo
más interesante de la beberecua solitaria, a veces las conversaciones podían
tratar cuestiones metafísicas, otras, las más, amorosas, y las menos, aburridas
o amenazantes. “Como dijo Genoveva, chingue su madre el que no beba”, exclamó
el viejo una vez que sirvió los vasos de pulque; “salucita”, contestó Sebastián
Beódez. Luego, como queriendo hacer plática, preguntó: “y qué dice jefe”, “nada
cuando estoy callado”, respondió el viejo dejando ver su poca disposición para
el diálogo.
La
misma dinámica silenciosa acompañó el resto de la tarde; Sebastián Beódez
comprendió que el viejo más que buscar oídos buscaba compañía, la cual ofreció
amablemente no sin un poco de intriga. Antes de partir le preguntó a la mesero
por su historia: “desde que entré a trabajar lo veo diarina y huevo y no sé
nada de él, en realidad nadie sabe mucho; habla muy poco el señor y cuando lo
hace lo hace con chole”. Esta respuesta lo consternó todavía más, pensó que tal
vez si se ganaba su confianza podía enterarse de aquello que callaba y se
bebía.
La
curiosidad por saber más sobre el viejo creció en la mente de Sebastián Beódez.
A los pocos días se apersonó de nuevo en la pulquería para ver si era cierto
que iba diario. Y en efecto ahí estaba, contemplando su vaso, asintiendo en la
nada quién sabe qué afirmaciones. “Joven, pensé que ya no volvía, siéntese”,
dijo mientras le hacía lugar. De nuevo pasaron la tarde en silencio,
compartiendo sólo el gusto por decir ¡salud! y el respectivo trago.
Las
visitas a la pulquería se hicieron cada vez más frecuentes, sobre todo cuando
murió el abuelo de Sebastián Beódez; el viejo, que ni siquiera su nombre había
revelado, de alguna u otra forma lo hacía sentirse cerca de aquél, de ese
cariño no explícito pero presente, de ese pasado común y vago. Pasaron muchas
tardes vaciando y llenando los vasos de pulque, llenándose y vaciándose la
pulquería, en medio de la embriaguez, acompañada ésta de alguna que otra
palabra incomprensible, de algún monólogo incoherente y profundo. Sebastián Beódez
se convirtió en cliente asiduo; con el tiempo dejó de preocuparse por hallarle
un sentido a la mudez del viejo, a su ayer, a su historia juntos.
Casi
sin darse cuenta, dejándose llevar más bien por ese soporífero frenesí que
ocasiona el pulque, un día lo escuchó hablar, escuchó las palabras que se
manifestaban en sus gestos, en su mirada, en su brindar, en su secreto. Y
entendió por qué no decía mucho, por qué no hacía falta decir nada en realidad.
Entendió que el conocimiento es una cosa rara, si no imposible o absurda, que
más se aprende observando y escuchando borrachos que estudiando quién sabe
cuánta tontería en la escuela. Bebiendo un poco más pudo ver todo lo que el
viejo veía y sabía: comprendió que este mundo no es nuestra casa, que no es nuestra
casa definitiva, que sólo venimos a soñar, que sólo un sueño perseguimos; que
somos flores que se marchitan, que somos cantos que se apagan, que somos una
pintura que se desvanece, una pluma de quetzal que se desgarra, un jade que se
quiebra; que sólo somos un brevísimo instante, un suspiro entrecortado, un
relámpago en la oscuridad, una lágrima en la lluvia; que sólo como préstamo
tenemos las cosas, que nuestra existencia no es algo que se guarde, que nadie
dice la verdad porque no la conoce, que todo quedará acaso en el olvido; que
tarde o temprano regresaremos al mundo de los descarnados, a la región del
existir problemático, donde están los sin cuerpo, el sitio del misterio; que
pronto volveremos a la casa de nuestro padre, a la casa de la noche, y seremos
una más de las cuatrocientas estrellas, uno más de los cuatrocientos conejos
que custodian la luna, esa jarra que se llena y se vacía del pulque que cobija,
alimenta y embriaga a sus hijos, que hemos venido a alegrarnos con este néctar
que nació del maguey que nació del trueno; que sólo en él nuestro corazón se
enamora y goza y sufre y palpita y siente.
Esa
noche la borrachera fue especialmente terrible. Sebastián Beódez sostuvo una
tremenda batalla consigo mismo; la revelación hizo presa de sus creencias, de
sus sentires, de sus confusiones. En el combate deambuló entre la niebla, con
la mente nebulosa, nebulada, niebla de cantos, de padeceres, de fantasmas.
Recorrió las calles de su pasado esquivando quién sabe qué demonios, poseído
por uno peor. Se vacío de sí para mejor escuchar los mensajes del viejo, de
Dios. A la mañana siguiente regresó a la pulquería, entusiasmado, aturdido por
sus lagunas mentales. Y ahí estaba el viejo, murmurando el nombre de aquél
tugurio como en el misterio doloroso de un rosario fúnebre: Nomás no llores.
Entonces Sebastián Beódez entendió la lección por completo y se entregó a ella:
poco a poco se fue desprendiendo de aquello que lo ligaba al mundo, de todo lo
que lo hacía permanecer en él. Se olvidó de sus aspiraciones, de su memoria, de
su razón, de sus responsabilidades, de sus amigos, de su familia, de todo...
menos del pulque y del viejo, incluso después de muerto.
Así
pasó los días en el antro cósmico, templo y púlpito, bailando con la flaca,
toreando rayos de luna, en las arengas de su ministerio etílico, hasta que
cierta tarde vio entrar a un joven solitario, de mirada ausente, afligida, y
algún suspiro reprimido en el pecho. Lo observó un rato: el llanto esbozado en
el rostro, las manos temblorosas y sucias, la ropa medio andrajosa, desaliñado
todo él. “Joven, júntese con los lucas, ¿le molesta si le invito un trago?”,
dijo mientras contemplaba en el cristal del vaso su reflejo.