viernes, 28 de septiembre de 2018

Nomás no llores


Nomás no llores

Autor: Diegotsin


El que no renuncie a todo, incluso a sí mismo,
no podrá ser discípulo mío
Lucas 14, 26

“Pues hoy sí me chingo un neuhtli”, pensó Sebastián Beódez antes de meterse a la pulquería. Y es que a menudo pasaba por ahí con la intención de echarse unos tragos a la salud de su abuelo pero por esto o aquello postergaba el momento. Ahora tenía dinero y tiempo suficientes y sobre todo disposición y ganas de emborracharse en un ambiente familiar y con una bebida “más naturalita, más mexicana y más del pueblo”, sonrió.
               Los azulejos con pornografía, el aserrín del suelo, los clásicos macuarros, los típicos tizos, el mesero transexual, nada había cambiado, “como que en estos lugares no pasan los años”, se dijo a sí mismo. Pidió una jarra de pulque blanco, “que los curados son pa’ niña y turista”, y se dispuso a beber no sin un cierto gesto melancólico. El trago solitario era para Sebastián Beódez siempre un momento de introspección, quizá por eso lo había aplazado tanto, quizá por eso ahora acudía a él. Los últimos días habían sido complicados, grises, más por esa depresión y crisis existencial de pequeño burgués que por alguna razón de peso o una aflicción real.
            Pasó un rato observando a los parroquianos, evitando pensar demasiado en su soledad, sus frustraciones amorosas, su futuro incierto. De pronto escuchó una voz aguardentosa y amable que le dijo: “joven, júntese con los lucas, ¿le molesta si le invito un trago?”; Sebastián Beódez vio al viejo que le hizo la oferta: su mirada ausente, afligida, las lágrimas contenidas en el rostro, las manos temblorosas y cansadas, la ropa andrajosa, desaliñado todo él; de inmediato recordó a su abuelo y aceptó la invitación, “claro que no, a la gorra ni quien le corra”, “eso es todo, ¡Carlitos, un palo del chingón!”, gritó el viejo con el júbilo de la embriaguez. Sebastián Beódez se mostró agradecido y se sintió afortunado, eso de platicar con colegas borrachos siempre le había parecido lo más interesante de la beberecua solitaria, a veces las conversaciones podían tratar cuestiones metafísicas, otras, las más, amorosas, y las menos, aburridas o amenazantes. “Como dijo Genoveva, chingue su madre el que no beba”, exclamó el viejo una vez que sirvió los vasos de pulque; “salucita”, contestó Sebastián Beódez. Luego, como queriendo hacer plática, preguntó: “y qué dice jefe”, “nada cuando estoy callado”, respondió el viejo dejando ver su poca disposición para el diálogo.
            La misma dinámica silenciosa acompañó el resto de la tarde; Sebastián Beódez comprendió que el viejo más que buscar oídos buscaba compañía, la cual ofreció amablemente no sin un poco de intriga. Antes de partir le preguntó a la mesero por su historia: “desde que entré a trabajar lo veo diarina y huevo y no sé nada de él, en realidad nadie sabe mucho; habla muy poco el señor y cuando lo hace lo hace con chole”. Esta respuesta lo consternó todavía más, pensó que tal vez si se ganaba su confianza podía enterarse de aquello que callaba y se bebía.
            La curiosidad por saber más sobre el viejo creció en la mente de Sebastián Beódez. A los pocos días se apersonó de nuevo en la pulquería para ver si era cierto que iba diario. Y en efecto ahí estaba, contemplando su vaso, asintiendo en la nada quién sabe qué afirmaciones. “Joven, pensé que ya no volvía, siéntese”, dijo mientras le hacía lugar. De nuevo pasaron la tarde en silencio, compartiendo sólo el gusto por decir ¡salud! y el respectivo trago.
            Las visitas a la pulquería se hicieron cada vez más frecuentes, sobre todo cuando murió el abuelo de Sebastián Beódez; el viejo, que ni siquiera su nombre había revelado, de alguna u otra forma lo hacía sentirse cerca de aquél, de ese cariño no explícito pero presente, de ese pasado común y vago. Pasaron muchas tardes vaciando y llenando los vasos de pulque, llenándose y vaciándose la pulquería, en medio de la embriaguez, acompañada ésta de alguna que otra palabra incomprensible, de algún monólogo incoherente y profundo. Sebastián Beódez se convirtió en cliente asiduo; con el tiempo dejó de preocuparse por hallarle un sentido a la mudez del viejo, a su ayer, a su historia juntos.
            Casi sin darse cuenta, dejándose llevar más bien por ese soporífero frenesí que ocasiona el pulque, un día lo escuchó hablar, escuchó las palabras que se manifestaban en sus gestos, en su mirada, en su brindar, en su secreto. Y entendió por qué no decía mucho, por qué no hacía falta decir nada en realidad. Entendió que el conocimiento es una cosa rara, si no imposible o absurda, que más se aprende observando y escuchando borrachos que estudiando quién sabe cuánta tontería en la escuela. Bebiendo un poco más pudo ver todo lo que el viejo veía y sabía: comprendió que este mundo no es nuestra casa, que no es nuestra casa definitiva, que sólo venimos a soñar, que sólo un sueño perseguimos; que somos flores que se marchitan, que somos cantos que se apagan, que somos una pintura que se desvanece, una pluma de quetzal que se desgarra, un jade que se quiebra; que sólo somos un brevísimo instante, un suspiro entrecortado, un relámpago en la oscuridad, una lágrima en la lluvia; que sólo como préstamo tenemos las cosas, que nuestra existencia no es algo que se guarde, que nadie dice la verdad porque no la conoce, que todo quedará acaso en el olvido; que tarde o temprano regresaremos al mundo de los descarnados, a la región del existir problemático, donde están los sin cuerpo, el sitio del misterio; que pronto volveremos a la casa de nuestro padre, a la casa de la noche, y seremos una más de las cuatrocientas estrellas, uno más de los cuatrocientos conejos que custodian la luna, esa jarra que se llena y se vacía del pulque que cobija, alimenta y embriaga a sus hijos, que hemos venido a alegrarnos con este néctar que nació del maguey que nació del trueno; que sólo en él nuestro corazón se enamora y goza y sufre y palpita y siente.
            Esa noche la borrachera fue especialmente terrible. Sebastián Beódez sostuvo una tremenda batalla consigo mismo; la revelación hizo presa de sus creencias, de sus sentires, de sus confusiones. En el combate deambuló entre la niebla, con la mente nebulosa, nebulada, niebla de cantos, de padeceres, de fantasmas. Recorrió las calles de su pasado esquivando quién sabe qué demonios, poseído por uno peor. Se vacío de sí para mejor escuchar los mensajes del viejo, de Dios. A la mañana siguiente regresó a la pulquería, entusiasmado, aturdido por sus lagunas mentales. Y ahí estaba el viejo, murmurando el nombre de aquél tugurio como en el misterio doloroso de un rosario fúnebre: Nomás no llores. Entonces Sebastián Beódez entendió la lección por completo y se entregó a ella: poco a poco se fue desprendiendo de aquello que lo ligaba al mundo, de todo lo que lo hacía permanecer en él. Se olvidó de sus aspiraciones, de su memoria, de su razón, de sus responsabilidades, de sus amigos, de su familia, de todo... menos del pulque y del viejo, incluso después de muerto.
            Así pasó los días en el antro cósmico, templo y púlpito, bailando con la flaca, toreando rayos de luna, en las arengas de su ministerio etílico, hasta que cierta tarde vio entrar a un joven solitario, de mirada ausente, afligida, y algún suspiro reprimido en el pecho. Lo observó un rato: el llanto esbozado en el rostro, las manos temblorosas y sucias, la ropa medio andrajosa, desaliñado todo él. “Joven, júntese con los lucas, ¿le molesta si le invito un trago?”, dijo mientras contemplaba en el cristal del vaso su reflejo.